Arthur, frente al
gran ventanal, presenciaba el espectáculo de las gotas del cielo cayendo
despacio a las cuatro de la tarde. En la calle, una pareja joven caminaba,
ella, en sus brazos, intentaba patear los cuerpos de agua con gracia, asustando
a las palomas que apenas se atrevían a salir después de la tormenta, él,
aparentemente lleno de paz, la apretaba fuerte hacia su pecho. Arthur miró las
nubes poniendo especial atención en las que, debido al sol, estaban más
emblanquecidas, ¿qué es el amor?, pensó, una de las carcajadas de la chica
recargada en un poste verde, traspasó el cristal y llegó hasta los oídos de
Arthur, seguramente algo que se lleva y se trae en algún lado del cuerpo, o en
algún lado del alma, un objeto que se pierde o se mete en una mochila, algo que
disfrutas apretar como él la presiona a ella, ¿qué estará pensando él?, ¿estará
siendo un niño enamorado de un juguete que habla y le promete un futuro?,
¿estará abogando a la divinidad que le muestra esa inocencia aparente?, ¿qué
piensa ella?, ¿para ella el amor será algo que se pone como ese saco que le
quita el frío?, ¿será una herramienta, una manta cálida?, ¿esa soledad que
devoran los ojos tan inermes y firmes de él?, ¿qué pensarán de la lluvia?, ¿les
gustará el frío?, una luz cósmica se coló por entre las dos nubes más blancas y
llegó a la frente de la chica que, cubriéndose del sol que se mostraba más
quemante luego de su descanso, recargó la cara en la solapa del hombre que sólo
pretendía tenerla lo más cerca que pudiese, aun cuando ella quisiera
simplemente jugar a que sus botas negras con gamuza nadaran en un charco de
esos tantos que habían quedado en la banqueta, Arthur permaneció en dicha
contemplación por un largo rato, hasta que ella se cansó de tener la cara
pegada al pecho y tomándolo de la mano, decidió seguir su camino a algún lugar
que les permitiera seguir acompañándose, Arthur miró reflexivo al ventanal, quizás
el amor sea como esas gotas, se ven hermosas, como adornos transparentes,
livianos, escurridizos, juguetones, pero cuando el sol salga se vaporizarán, y
no serán más que recuerdos de un sublime tapiz traslucido, un corto instante de
melancolía fresca, no serán más que una imagen para ser usada en algún poema,
para ser una expresión de estilísticas gastadas, como para adornar una flor con
otra, como para diseñar una ilusión con capacidad de imaginarse parte de otras
ilusiones, como universos subordinados, paralelos, como una caja adentro de
otra más grande, eso debe ser el amor, un misterio de niveles, de etapas, quizás
un orden cabalístico, quizás una evaporación futura. Una gota se deslizó hacia
abajo, absorbió otra y siguió su camino frenético hasta llegar a la cornisa
para después extenderse a través del concreto y desaparecer, mientras allá en
el cielo, el sol ya casi se había desprendido totalmente de las nubes.
viernes, 14 de junio de 2013
sábado, 8 de junio de 2013
Frente al papel en blanco.
Lo
que Lorenzo quería era rescatar esa parte de él que había estado muriendo desde
que tomó consciencia de ella, cosa imposible de describir sino como una nausea
un tanto agradable con que de vez en cuando digería al mundo, una cierta
sensación como de ser parte de la historia, escrita por él mismo, o por no
importaba quién; a pesar de que esa historia en el fondo le asqueara,
disfrutaba del innoble placer de entenderse existente en el óleo de alguien
(aunque estuviera siendo víctima de su propia imaginación). No era estar bien,
sino algo parecido a la tranquilidad de tener pleno entendimiento de la
tragicomedia en la que estaba envuelto; le gustaba imaginarse a veces como el
narrador de dicha obra siempre inacabada, siempre a resolver, pero después los
sucesos tan fuera de su control le convertían (o mejor dicho), le hacían
parecer un personaje secundario, un elemento circunstancial que ayudaba a construir
la atmósfera en que los protagonistas se desenvolvían, esto le producía una
cierta tribulación interior, porque sabía, que los personajes secundarios lo
eran por ser incompletos, inmaduros, cómicos; y la sola idea de pensarse de esa
forma le quebrantaba el ego de formas terribles e inimaginables. Pero la
experiencia con esta especie de visión interior forzada, le había obsequiado
una suerte de resignación, por lo que, aceptando su aparente papel, se dedicaba
a averiguar, ¿de quién entonces se trataba el relato?, ¿Arthur?, ¿M?, Arthur
poseía las características del héroe de todo filme: era alto, de rasgos
europeos e inteligente, conocedor del mundo y lleno de extrañas convicciones,
sabiéndose, conociéndose, y existiendo dentro de aquella paupérrima novela como
un excéntrico carácter impregnado de exotismo que lo volvía interesante, mientras
que M, cuya juventud y belleza (una tenía que ver con la otra), se
complementaban con una de esas inteligencias poéticas que se juzgan de no
serlo, como de infantil sabiduría hedonista, que disfrutaba de cosas como
caminar de modo gracioso entre las baldosas, de saltar con un ingenio ostentoso
cuando jugaba sola a la rayuela en medio de cualquier plaza, de sus pequeños
pasos de baile espontáneos, de encontrarle al sinsentido un sentido no dentro
de su contenido sino más bien dentro de su forma, recetando trabalenguas filosóficos
que fingía no entender, como burlándose de los elevados juicios que Lorenzo
solía hacer de sus entendimientos. Todo esto él lo sabía, y por eso que él
comenzaba a juzgar como una virtud heroica, era ella quien cada vez, junto con
sus niñerías, se acercaba a ser declarada, por el personaje secundario, eje
central de un cuento que quien sabe quién estaba escribiendo.
Etiquetas:
construcción,
metaficción,
narrador,
personaje.
martes, 4 de junio de 2013
De madrugada.
Lorenzo mira en M una
puerta entreabierta. Una breve luz se deja ver entre el batiente y la madera
como un llamado para entrar en el desierto de su mente, ella sonríe, qué
fingida sonrisa de mujer, piensa él, mientras cruza los pies en la silla a
mitad de la sala. La televisión sólo muestra estática. Afuera hace frío. No hay
nadie abrazándose en la calle, es muy tarde, y parece haber un muro que se
impone entre las personas cuando la hora prohíbe toda comunicación, toda
salvación; él quiere que la puerta se abra y poder penetrar en todo aquello que
M esconde tras su arenosa y rítmica cortesía de juventud feliz, de cabellos
cortos y de bendita sensatez jovial. La señal se reinstaura, sólo para vender
productos de cocina. Lorenzo reflexiona en la brillante fantasía de esta vida,
y su mente se ve fragmentada por ideas que sienten, que le consumen el
razonamiento sin ejercicio alguno, como parásitos neuronales, muy baratos los sartenes,
muy barata la existencia, muy glamurosa la mano que sostiene el cuchillo. Mirando por
la ventana espera que algún alma dispersa le brinde respuesta, necesita escapar
a su soledad, M reacomoda la silla para alejarla del televisor. Lorenzo la
mira, necesita que se desnude sin quitarse la ropa, se está consumiendo de sí
mismo, sólo juntos permanecemos, divididos caemos, M no conoce la telepatía,
cierra la puerta de la habitación con un golpe delicadamente grosero.
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