Lo
que Lorenzo quería era rescatar esa parte de él que había estado muriendo desde
que tomó consciencia de ella, cosa imposible de describir sino como una nausea
un tanto agradable con que de vez en cuando digería al mundo, una cierta
sensación como de ser parte de la historia, escrita por él mismo, o por no
importaba quién; a pesar de que esa historia en el fondo le asqueara,
disfrutaba del innoble placer de entenderse existente en el óleo de alguien
(aunque estuviera siendo víctima de su propia imaginación). No era estar bien,
sino algo parecido a la tranquilidad de tener pleno entendimiento de la
tragicomedia en la que estaba envuelto; le gustaba imaginarse a veces como el
narrador de dicha obra siempre inacabada, siempre a resolver, pero después los
sucesos tan fuera de su control le convertían (o mejor dicho), le hacían
parecer un personaje secundario, un elemento circunstancial que ayudaba a construir
la atmósfera en que los protagonistas se desenvolvían, esto le producía una
cierta tribulación interior, porque sabía, que los personajes secundarios lo
eran por ser incompletos, inmaduros, cómicos; y la sola idea de pensarse de esa
forma le quebrantaba el ego de formas terribles e inimaginables. Pero la
experiencia con esta especie de visión interior forzada, le había obsequiado
una suerte de resignación, por lo que, aceptando su aparente papel, se dedicaba
a averiguar, ¿de quién entonces se trataba el relato?, ¿Arthur?, ¿M?, Arthur
poseía las características del héroe de todo filme: era alto, de rasgos
europeos e inteligente, conocedor del mundo y lleno de extrañas convicciones,
sabiéndose, conociéndose, y existiendo dentro de aquella paupérrima novela como
un excéntrico carácter impregnado de exotismo que lo volvía interesante, mientras
que M, cuya juventud y belleza (una tenía que ver con la otra), se
complementaban con una de esas inteligencias poéticas que se juzgan de no
serlo, como de infantil sabiduría hedonista, que disfrutaba de cosas como
caminar de modo gracioso entre las baldosas, de saltar con un ingenio ostentoso
cuando jugaba sola a la rayuela en medio de cualquier plaza, de sus pequeños
pasos de baile espontáneos, de encontrarle al sinsentido un sentido no dentro
de su contenido sino más bien dentro de su forma, recetando trabalenguas filosóficos
que fingía no entender, como burlándose de los elevados juicios que Lorenzo
solía hacer de sus entendimientos. Todo esto él lo sabía, y por eso que él
comenzaba a juzgar como una virtud heroica, era ella quien cada vez, junto con
sus niñerías, se acercaba a ser declarada, por el personaje secundario, eje
central de un cuento que quien sabe quién estaba escribiendo.
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