sábado, 8 de junio de 2013

Frente al papel en blanco.


Lo que Lorenzo quería era rescatar esa parte de él que había estado muriendo desde que tomó consciencia de ella, cosa imposible de describir sino como una nausea un tanto agradable con que de vez en cuando digería al mundo, una cierta sensación como de ser parte de la historia, escrita por él mismo, o por no importaba quién; a pesar de que esa historia en el fondo le asqueara, disfrutaba del innoble placer de entenderse existente en el óleo de alguien (aunque estuviera siendo víctima de su propia imaginación). No era estar bien, sino algo parecido a la tranquilidad de tener pleno entendimiento de la tragicomedia en la que estaba envuelto; le gustaba imaginarse a veces como el narrador de dicha obra siempre inacabada, siempre a resolver, pero después los sucesos tan fuera de su control le convertían (o mejor dicho), le hacían parecer un personaje secundario, un elemento circunstancial que ayudaba a construir la atmósfera en que los protagonistas se desenvolvían, esto le producía una cierta tribulación interior, porque sabía, que los personajes secundarios lo eran por ser incompletos, inmaduros, cómicos; y la sola idea de pensarse de esa forma le quebrantaba el ego de formas terribles e inimaginables. Pero la experiencia con esta especie de visión interior forzada, le había obsequiado una suerte de resignación, por lo que, aceptando su aparente papel, se dedicaba a averiguar, ¿de quién entonces se trataba el relato?, ¿Arthur?, ¿M?, Arthur poseía las características del héroe de todo filme: era alto, de rasgos europeos e inteligente, conocedor del mundo y lleno de extrañas convicciones, sabiéndose, conociéndose, y existiendo dentro de aquella paupérrima novela como un excéntrico carácter impregnado de exotismo que lo volvía interesante, mientras que M, cuya juventud y belleza (una tenía que ver con la otra), se complementaban con una de esas inteligencias poéticas que se juzgan de no serlo, como de infantil sabiduría hedonista, que disfrutaba de cosas como caminar de modo gracioso entre las baldosas, de saltar con un ingenio ostentoso cuando jugaba sola a la rayuela en medio de cualquier plaza, de sus pequeños pasos de baile espontáneos, de encontrarle al sinsentido un sentido no dentro de su contenido sino más bien dentro de su forma, recetando trabalenguas filosóficos que fingía no entender, como burlándose de los elevados juicios que Lorenzo solía hacer de sus entendimientos. Todo esto él lo sabía, y por eso que él comenzaba a juzgar como una virtud heroica, era ella quien cada vez, junto con sus niñerías, se acercaba a ser declarada, por el personaje secundario, eje central de un cuento que quien sabe quién estaba escribiendo.

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