Lorenzo mira en M una
puerta entreabierta. Una breve luz se deja ver entre el batiente y la madera
como un llamado para entrar en el desierto de su mente, ella sonríe, qué
fingida sonrisa de mujer, piensa él, mientras cruza los pies en la silla a
mitad de la sala. La televisión sólo muestra estática. Afuera hace frío. No hay
nadie abrazándose en la calle, es muy tarde, y parece haber un muro que se
impone entre las personas cuando la hora prohíbe toda comunicación, toda
salvación; él quiere que la puerta se abra y poder penetrar en todo aquello que
M esconde tras su arenosa y rítmica cortesía de juventud feliz, de cabellos
cortos y de bendita sensatez jovial. La señal se reinstaura, sólo para vender
productos de cocina. Lorenzo reflexiona en la brillante fantasía de esta vida,
y su mente se ve fragmentada por ideas que sienten, que le consumen el
razonamiento sin ejercicio alguno, como parásitos neuronales, muy baratos los sartenes,
muy barata la existencia, muy glamurosa la mano que sostiene el cuchillo. Mirando por
la ventana espera que algún alma dispersa le brinde respuesta, necesita escapar
a su soledad, M reacomoda la silla para alejarla del televisor. Lorenzo la
mira, necesita que se desnude sin quitarse la ropa, se está consumiendo de sí
mismo, sólo juntos permanecemos, divididos caemos, M no conoce la telepatía,
cierra la puerta de la habitación con un golpe delicadamente grosero.
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